Mañana mayormente soleado

"En tus manos" 

(primera parte)

Mi abuela tiene unas manos simpáticas, pequeñas, como de niña, aunque con algunas arruguitas y unas diminutas manchas. Cuando miro mis manos, me sonrío porque pienso en las suyas.  A una amiga mía, que mantengo de la infancia, mis manos le daban gracia, me contó, y cuando lo dice, me las señala, las levanta entre las suyas y me repite "¿ves? son como chiquitas, me dan ternura". Descubrí a eso de mis dieciséis, que la abuela y yo teníamos idénticas manos cuando la ayudé a sostener una pesada falda blanca de novia, para que no toque el piso, mientras ella se sacrificaba planchándole el ruedo recién hecho. 


Estoy terminando de doblar la ropa que arrebaté de la soga porque el frío en la terraza era polar, mi abuela duerme su tercera hora de siesta sin ninguna interrupción. Este favor que no me pidió, va a salirme caro cuando me reclame que ya cerró Héctor, su carnicero leal, ese que custodia su roast beef cada miércoles de modo insobornable. Pero al regresar de  mi tarea la encuentro sentada en el sillón, vestida con la ropa que usa para hacer ejercicios, y me cuenta desencandiladamente, que adelantó su cita de los viernes con el profesor de gym y que la carne de Héctor podía esperar.

Tengo unas cuantas historias sobre su profesor: que volvió hace dos años de Estados Unidos, que allá tenía una vida feliz y desarrolló su trabajo como kinesiólogo, que se separó de su esposa -no recuerdo si me contó la abuela sobre el tema hijos- y no sé por qué me dejó la idea de un hombre sufrido, aunque ella se empeñe en retratar a un hombre perfecto. Al fin y al cabo, cada una montó la imagen que pudo. Su próspera ceguera convierte cada detalle en un arte con las palabras. Y a mí, imaginar a un hombre incitante, me resulta peligroso. No era esencial para mi vida, pero iba a conocer al renombrado "Fede".


La abuela me preguntó cómo estaba yo vestida, sin preguntármelo directamente en realidad, y solo mencionó si llevaba puesto el buzo de frisa que ella tanto desprecia por no ser una prenda con la que se pueda salir a la calle, ni aún, para sacar la basura. Ella siempre fue una mujer elegante, de esas que no permiten que la trama escocesa no coincida en la costura, o que las tablas en una falda o camisa, no estén perfectamente planchadas. Además de ser modista, es una moralista de la vestimenta y su disminución en la visión no la invalida para pedirme que me ponga una ropa más adecuada . Y no sé porqué estos treinta minutos antes de que llegara su profesor, los ocupó en mi ropa, en mi pelo o mi cara. Le pedí que se calmara y no se preocupara de mí, que total iría a recibir al chico, y yo seguiría con mis cosas, que por cierto, se iban a atrasar. Me aseguré de que la botella estuviera cargada con agua natural, ya que seguramente él era de los que no beben el agua fría de la heladera. 
Al final, no pude evitar ponerme ansiosa y pasé por el espejo para verme de pies a cabeza. La abuela no olvidó preguntarme por mi calzado. Ya era tarde para abandonar las zapatillas, el timbre sonó puntualmente a las dieciocho. Mi abuela se levantó del sillón con la ayuda de su bastón. Yo abrí la puerta y ahí estaba Fede, saludándome con una sonrisa, esa que se hace con los ojos. La abuela salió a su encuentro como si fuera un nieto más. Yo todavía estaba inmóvil,  no era como lo había imaginado. Dejé que terminaran de saludarse, y salí a esconderme a la cocina. Era difícil soportar la presencia de un hombre tan interesante, tan seductor, sin querer mirarlo a cada minuto. 
Decidí espiar desde la cocina, mirarlo sin ser descubierta. Después de todo, pensé que era lo que cualquier mujer hubiera hecho.

(continuará)

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